LAS CUATRO ESTACIONES
7ª parte
XIII
Mis nubes azules
Aquellos
días transcurrían lentos, sólidos; el tiempo parecía infinito. Llenábamos las
horas libres con juegos improvisados.
Junto
al campo de fútbol, habían unos cañares del que salía un camino que bordeando
el río Júcar nos introducía en un terreno que nos permitía jugar a las guerras,
el escondite… Allí nos reuníamos niñas y niños para jugar.
A
veces, prefería tumbarme boca arriba sobre la hierba, que aun siendo mediodía
permanecía húmeda tras el rocío de la noche
y mirar al cielo en busca de nubes.
Atentamente
observaba todas y cada una de ellas, que majestuosas desfilaban por encima de
mi cabeza, mis nubes azules.
Siempre
me ha fascinado la Naturaleza; siempre ha llamado poderosamente mi atención,
vivir en el Salto de Millares era casi imposible no disfrutar y amarla.
Me
gustaba tanto descubrir la magia que ante mis ávidos ojos, me ofrecía el cielo.
No
solo disfrutaba descubriendo imágenes entre las nubes, luego ya acostado en mi
cama, inventaba cuentos e historias, donde los principales protagonistas eran
las figuras que ese día había descubierto.
Aunque
a simple vista fuesen vaporosas masas amorfas, a medida que se desplazaban,
adquirían sorprendentes formas, que utilizando mi imaginación, adivinaba.
Intentaba
imaginar cómo se verían las casas desde allá arriba; pensaba que sería
estupendo poder volar, y surcar los vientos, llegar hasta las nubes, y pasar a
través de ellas.
Así
descubría enormes y alados dragones de pequeñas patas y orejas, gigantescas
mariposas de hermosas y descomunales alas desplegadas al viento, terroríficos
perfiles de ogros con grandes barbas, enormes narices y pobladas cejas, perros
que con desdibujadas patas, corrían tras imaginarias presas…
A
veces, no sé si debido a mi imaginación, o era simplemente casualidad, solo
acertaba a ver figuras de pájaros; destartalados, diminutos, con desorbitados
ojos, minúsculos picos, colosales alas y colas abiertas en forma de abanicos.
Me
parecía increíble lo que mis ojos estaban contemplando, ahora, ya no invento
historias fantásticas, a pesar de que el Cielo sigue siendo Mágico.
Cuantas
cosas puedo contar de mi infancia, de mis amigos, de los vecinos, de las
costumbres de la época, que no tienen nada que ver con los días actuales, ¿cómo
en tan poco tiempo la sociedad ha cambiado tanto?, no tiene nada que ver con aquellos años 50/60
que viví, a veces miro a mis hijos y nietos creo que he pertenecido a dos
mundos completamente distintos, donde las costumbres, los valores, el respeto y
demás cosas han cambiado tanto, casi diría yo que tienen otras señas de
identidad, tan válidas como los de antaño.
Hoy
en día todo eso ha cambiado, cada uno vive en su casa y no tienes relación con
los vecinos. En mi caso vivo en un edificio de siete plantas, con ocho
viviendas cada una, lo cual hacen cincuenta y seis vecinos (y a muchos de ellos
ni los conozco), y nos limitamos a darnos los buenos días.
¡Me
sentía tan insignificante!, todo mi mundo se había quedado dormido en la casa
que me vio crecer, ¿y sus gentes? ellas también se quedaron entremezcladas en
mis añoranzas de niño.
XIV
Noche de miedo
Aquella
noche de otoño llovía terriblemente, me asomé a la ventana y la lluvia formaba
una cortina de agua; apoyé mi boca en el cristal y se empañó de inmediato, en
ese momento me centré en la forma de mi boca que se quedó dibujada en el
vidrio, de igual manera dibuje con el dedo algunas figuras que también se
quedaron impresas en el cristal, esta actividad me tenía distraído hasta que de
pronto, mi habitación se ilumino completamente, quedé absorto por aquella luz
que había venido de la nada; me devolvió a la realidad un estruendo terrible,
di un salto y de inmediato me sumergí entre las sábanas de mi cama tapándome
hasta la cabeza.
En
aquellos días tenía siete años, no era un niño muy atrevido durante el día,
pero ante mis amigos, intentaba ser valiente y dispuesto. Sin embargo en el
silencio y la oscuridad de la noche, mi pequeño cuerpo temblaba de miedo; con
el tiempo supe que a esto se le llamaba “terrores nocturnos” y algunos niños lo
sufren, padeciendo sobremanera noches de terror, pesadillas y angustia, así me
pasé muchas noches, viviendo un miedo irracional, ese miedo a no se sabe qué,
pero que asusta terriblemente a los infantes que lo padecen.
Siguiendo
con la noche de tormenta, una vez protegido entre las sábanas, me sentía seguro
y con un acto de valentía saqué poco a poco la cabeza hasta la altura de la
nariz, para comprobar que pasaba a mí alrededor; de nuevo se iluminó la
habitación y sin pensarlo dos veces volví a introducir la cabeza en mi refugio.
¡Dios mío! Cuanto miedo tenía, no me atrevía llamar a mi madre, porque seguro
que se enfadaría. Era ya muy tarde y debía de estar durmiendo desde hacía
horas, pero aquel miedo me calaba los huesos y mi cuerpo titiritaba; notaba
como mi piel se tornaba tensa y los débiles vellos se erizaban. Como tenía
tanta imaginación, creía ver figuras en la pared, las cuales se movían. Cerraba
con fuerzas los ojos, pero la intensidad del miedo cada vez era mayor; ya no
podía más, salté de la cama y me dirigí al dormitorio de mi s padres, zarandeé
a mi madre y le dije que en mi habitación había una sombra de un hombre; mi
madre me dijo que no había nadie, pero le insistí tanto que se levantó, me
cogió de la mano y se dirigió conmigo al cuarto contiguo donde estaba mi
habitación.
Yo
estaba muy asustado, y más cuando pude comprobar aquella sombra, ¡ven mamá como
ahí hay un hombre! –le dije-. Ella se echó a reír, encendió la luz y me dijo:
¿a ver, dónde está ese hombre? Yo me quedé un poco aturdido porque cuando la
luz se encendió, comprobé que aquella sombra que me asustaba tanto era el
abrigo de mi hermano que estaba colgado detrás de la puerta, y su sombra en la
pared reflejaba la figura de un hombre. Me quedé perplejo y un poco
desilusionado, o mejor diría avergonzado, menos mal que fue mi madre, la que
descubrió mi miedo absurdo en un encender y apagar la luz. Le pedí que no
dijera nada a nadie, y ella me prometió que no lo haría. Sin embargo, mi madre
al ver mi carita de niño asustado y desilusionado a la vez, me abrazó, me dio
un beso y me dijo al oído:
-Has
visto como el miedo sólo está en nuestra mente, es nuestra cabeza la que
inventa el miedo. Hijo, ¿qué te puede pasar estando tu padre y yo en casa?
Nosotros somos los guardianes tuyo y de tus hermanos, no tengas miedo, vete a
la cama, cierra los ojos, reza y verás cómo los angelitos bajaran del cielo y
guardaran tus sueños.
Le
hice caso a mi madre, me zambullí de nuevo en mi cama, sin taparme la cabeza
debajo de las sábanas y con un gesto de valentía me santigüé, recé un “Padre
Nuestro”, y con mi imaginación característica en aquellos días, sentí a los
“angelitos” alrededor de mi cama; así quedé inmerso en un dulce y placentero
sueño.
Final de la 7ª parte
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